El gimnasio de la esquina
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Dear blog . . .
Hoy he decidido hablar sobre una materia que no voy a volver a cursar NUNCA más. Sí, la amada y odiada a partes iguales, Educación Física
Aún me acuerdo de Primaria, etapa en la que hacer gimnasia significaba: Arrastrarse por el suelo, volteretas, pino, correr y saltar cual cabra montesa por el patio. Así, cualquier niño sería feliz en Educación Física. ¿Cualquier niño? ¡No! A mí nunca y, subrayo, nunca (Esto es como la leche del tiempo en el monólogo de Goyo Jiménez, nunca sabes cuánto vas a tener que enfatizar los términos para que la gente se lo crea) me ha gustado EF. Sé que resulta un tanto increíble dado que es la materia preferida por miles y miles de niños en este nuestro Planeta Tierra, pero yo debo de ser de otra raza. De Urano, tal vez. Quizá allí sean más sedentarios o les guste hacer deporte de otro modo, no teniendo que girar sobre tu propio eje y más términos bizarros usados por los profesores para que veas que, no por dedicarse al deporte, son unos incultos.
En la ESO la cosa no mejoró mucho. Mi profesor pensaba que de nuestra clase podría sacar integrantes del futuro equipo de gimnasia deportiva español. Por suerte, tanto él como yo vimos que, desde un principio, yo no quería frecuentar ese "Dream team" tan selecto y supimos entenderos. Él me otorgaba un suficiente (Que a veces ascendía a un bien e, incluso, a un notable) y yo me comportaba en clase como si lo que él dijese fuera palabra de Dios. Menos mal que en cuarto llegó la salvación, alias David Zapata, que tenía tantas ganas de dar clase como yo de recibirlas y nos hizo tocarnos bien las narices durante todo el año. (Y, qué narices, además era guapo, simpático y estaba muy bien. Otro punto a su favor)
En Bachillerato, ya tomé esa asignatura con más ganas ¿Por qué? Porque era el último año que la daba, obviamente. Incluso le acabé cogiendo el gustillo al béisbol, fútbol y demás deportes que no soporto ver ni en televisión.
Pero, al margen de mi andanza por los senderos de la Educación física, voy a centrarme en el tema que me atañe y, por tanto, da título a la entrada: El gimnasio de la esquina. Y no es porque sea un lugar dedicado a la prostitución, no es que, por muy irónico que parezca, mi gimnasio está situado en una esquina (Chiste interno que sólo Lisse entenderá)
La verdad es que la fauna que lo frecuenta es realmente variopinta y no puedo dejar pasar la oportunidad de describirlos en mi blog ¿Por qué? Muy sencillo. Primero, agosto es un mes aburrido y, últimamente, estoy bastante presa del sedentarismo, así que no salgo mucho y no tengo muchas anécdotas curiosas que contar. Segundo, mi abuelo está ingresado de urgencia en el hospital, tema del que tampoco me apetece extremadamente hablar, así que sólo nos queda el gimnasio
Una vez solucionados estos interrogantes, procedo a catalogar a esos personajillos que hacen mis mañanas más amenas. Por un lado están los monitores que, a su vez, se subdividen en: Los monitores majos (Esos que pasan de ti y no te acosan con la mirada mientras estás haciendo ejercicio), los monitores enamorados de su trabajo (Como Iván, el cual se dedica a ponerme más minutos en la cinta/bicicleta/máquinas en general para que, en un mes, me mace tanto como él. Menos mal que ahora trabaja por las tardes, pero se le tiene cierto aprecio y... eso) y los monitores enamorados de sí mismos. Estos últimos me hacen especial gracia, sobre todo cuando se pavonean cual pavo real exhibiendo sus bíceps, tríceps, cuádriceps y todo aquello acabado en ceps mientras te miran por encima de su musculoso hombro, esbozan una media sonrisa y se dedican a mirar por la ventana mientras piensan qué dosis de anabolizantes tendrán que tomar mañana. De momento, no me caen del todo bien, pero todo será tratarlos
En cuanto a los que asisten al gimnasio, ahí la cosa es mucho más variada. Por un lado, siempre me encuentro a la mujer enamorada de la cinta. Ella va, corre durante una horita y es la más feliz del mundo. La verdad es que yo admiro su capacidad de resistencia. Yo, a los quince minutos, tengo que mentalizarme para no llamar al SAMUR para que recojar mis restos.
Después está la gente que, como yo, viene a ponerse en forma y suda como cerdos (también como yo). Esos son los que mejor me caen porque siento una gran empatía hacia ellos. Lo mejor es cuando compartimos miradas cargadas de sacrificio y agotamiento y hacemos un ligero movimiento de cabeza que viene a significar "¿Cansa, eh?"
Por otro lado están los asiduos de las máquinas de brazos (Gracias a ellos, yo no puedo mazar mis músculos de cintura para arriba) Rara es la vez que pasas por su zona y hay una máquina libre. Lo mejor de todo es cuando se miran al espejo y, disimuladamente, bajan la vista hacia sus brazos. Lo que ellos no saben, es que hasta alguien de la ONCE puede ver esa sonrisilla que se les forma cuando ven que su musculito está despertando. Eso sí, luego intentan remediarlo poniendo cara de tíos duros. Ya, ya, pero de sólo trabajar brazos no vive el hombre. Me gustaría ver vuestros flácidos muslos, muajaja.
Y, finalmente, está el chaval de mi edad que anda más perdido que un pulpo en un garaje. Me recuerda a mí en mi primera semana. ¡Ah, bueno! Y cómo olvidar al abuelo que he visto hoy que parecía recién sacado de una película basada en la Alemania nazi. La raza aria llevada al extremo, oigan. He de reconocer que me he acojonado al verle
Pero lo mejor de todo es, sin duda, el chico del mostrador de recepción. Lo que más me gusta de él es que amolde sus horarios a los míos. Antes iba de tarde, él trabajaba de tarde. Ahora voy de mañana, él trabaja de mañana. Que siga así, que siga. Hoy me ha dicho "hasta luego" con un ánimo y una alegría que pensaba pedirle matrimonio. La verdad es que tiene una belleza que pasa desapercibida, nótese la ironía. Ojos verdosos, piel morena, pelo cobrizo, no excesivamente musculoso (Y trabaja en un gimnasio. Sí, yo también pensaba que los chicos que se mazan lo justo eran un mito, una leyenda) amable y con una voz muy dulce a la par que varonil. Si es que me extraña que, siempre que paso por ahí, haya alguna loba poniéndole las tetas sobre el mostrador para pedir información del gimnasio. Já, temblad el día que me ponga escote, malditas
30 de agosto de 2010
Sara scripsit
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